miércoles, 24 de octubre de 2007

Clarisse Millerieux

Clarisse Millerieux era una pequeña mariposa nocturna. De esas mariposas de tonos dorados, ocres y anaranjados que daban a Venecia su encanto especial.
Sobre todas las cosas, amaba las noches y sus amaneceres. De sus amigas, se distinguía por un aire algo mas misterioso, algo mas desafiante, recubierto con un suave rocio de normalidad, cosa que solía calmar a los miembros menos flexibles de las mariposas del prado.
Su cuerpo era algo mas frágil y leve, pero al contrario de su sensibilidad exquisita, las demás – sin conocerla – la juzgaba dura, insensible, distante. Clarisse Millerieux gustaba coleccionar sus sueños en bolsitas que colgaba en la punta de las ramas más altas, allí donde las otras mariposas no solían volar. Y cuando podía, pese a su fatiga, llegar a remontarse tan alto, abría sus paquetitos de sueños y respiraba profundo otra vez.
Para volar, acostumbraba a acompañar a sus amigas en los recorridos gráciles y solemnes que suelen hacer las mariposas. Pero también gustaba - dejando de lado las danzas de costumbre - entregarse a los giros juguetones del viento del atardecer. Le gustaba el aroma y el calor con que la llevaba de las manos y le mostraba lugares nuevos de un modo que hasta los comunes parecian novedosos.
Una tarde, mientras el sol incendiaba de oro fuerte el horizonte y teñia los árboles de ocre y marrón, levantó su vista al firmamento y vio una estrella. Pero no era cualquier estrella sino una estrella muy particular, porque era “su” estrella. Y como estrella, era mayor, distante, lejana. Pero le parecía hermosa. Sabía que nunca sería suya pero, ¿acaso eso ha sido un impedimento para amar? Ella, mariposa enamorada, regresó encantada de su visión.
Esa noche soñó con estrellas y nubes, se soño envuelta en polvo de estrellas, transportada por mundos tan diferentes que se le cortaba la respiración,
Esa mañana, el cielo cubierto por el albo fulgor de los amaneceres, voló hasta donde se reunían las mariposas, y les contó de su amor. “Escuchen todos!”, proclamó con el corazón acelerado, “ya sé que es el amor!”. Primero vino un silencio, luego carcajdas y, como era de esperarse, la crítica y la desaprobación.
“No digas tonterías, Clarisse”, dijeron, “tu eres mariposa, no puedes amar una estrella. Busca una llama de vela, de hoguera si deseas pasión. O hasta la luz fría de un farol. Pero ¡no ames una estrella!”.
La pequeña Clarisse agitó sus delicadas antenas y, alisbaja, revoloteó hasta derás de un muro de altos rosales. Allí, llenó su pecho de aire y tomó la firme decisión de ignorar los consejos de su familia y de sus amigos. Ella quería seguir abierta al estremecedor movimiento del amor y no iba a permitir que borraran de sus colores la alegría de amar. Estaba feliz con el descubrimiento de esa noche y aunque era de día, se recostó sobre unos pétalos aterciopelados y se puso a dormir. ¡Que maravilloso era soñar!
El viento fresco del atardecer la despertó con suavidad, justo cuando el velo del día comenzaba a jejar ver el manto azul profundo de la noche. Y alli, entre las primeras la estrella de Clarisse. Era perfecta, en su lugar correcto, brillante. Ella pensó: “Vaya, ¡qué hermoso será volar y volar, hasta que cruce el cielo para abrazar a mi estrella, para contarle mi amor!”.
Esa noche la estrella lucía, a los ojos de Clarisse, más radiante y hermosa que nunca. Y la estrella la miraba, con una mirada que aparentemente cruzaba a traves de ela. Una mirada a veces tan intima y otras tan distante, casi mirando el infinito que se proyectaba a espaldas de Clarisse. Pero ella entendia que unas y otras, eran miradas de amor.
Al amanecer, cuando tuvieron que despedirse para que Clarisse regresara a su mundo y la estrella al propio, Clarisse se determinó a aprender a volar más y más alto. Sería su progreso. Sabía que no podía llegar a su estrella de un dia para otro pero, poco a poco, progreso tras progreso, cada día un poco más alto, alcanzaría su estrella. La paciencia ya no era dolorosa. Al contrario, cargaba en ella más fuerzas y deseos de progresar, para estar algún día a la altura de su estrella amada.
Poco a poco, su vuelo comenzó a tomar altura. A veces no lograba avanzar mucho más arriba, pero caía satisfecha por el esfuerzo y porque no volaba más bajo que ese punto logrado. Así, cada aleteo de su vuelo, era un pasito, pequeño, más cerca de su estrella. Sería un poco mas apegada a su amor. Clarisse sabía que de ese modo, la distancia se iría venciendo la distancia que los separaba.
Los días eran sueños con su estrella y a la noche, cuando despertaba, los primeros ratos del cielo eran de su amada. En ese momento, los reflejos nocturnos sobre las alas de la mariposa enamorada brillaban más hermosos que nunca. Era el reflejo del amor.
Pero no importaba el brillo en las alas ni su sonrisa importaban a su familia ni amigos. Verla deliz no les ponía contentos, sino, por el contrario, les enfurecía por la locura que significaba.
“Que decepción, Clarisse”, dijeron, “todas tus amigas, sus hermanas y hasta tus primas ya lucen sus quemaduras en las alas. Todas fueron iniciadas en el amor por las llamas de sus amados. Mira, pequeña y torpe mariposa. El amor verdadero solo puede ser ardiente si te enciende una llama, que tiene calor. Sólo el calor puede calentar el corazón palpitante de una mariposa. ¿Porqué no busca un amor que pueda tocar, que la queme y haga arder de amor? ¡Deja ya tus locuras y amores imposibles!”
Clarisse – que no era mariposa de domar – se enfadó muchísimo. Ella quería que respetaran su amor. En ese momento, un pensamiento atravesó su frente. Pero, como sucede con tantas cosas en ciudades adormecidas en la leve siesta del atardecer, Clarisse renunció a luchar. Desde los rincones de su alma, las palabras de los demás le hablaban. Susurraban primero, luego levantaron poco a poco la voz hasta alzarse sobre su sueño y le ocultaron la luz. Clarisse claudicó.
Ante razones tan fuertes, la experiencia, el dolro de la separación, ¿no era lo más razonable comenzar una relación de verdad? Clarisse, ansiosa de amar, comenzó a revolotear los jardines más hermosos de la vieja ciudad ducal.
Todo aturdía el recuerdo de su estrella: sus nuevas amistades, los palazzos esplendorosos con sus luces arrebatadoras, los hermosos faroles de las piazzas, las alegres lámparas de los carnavales, las bohemias velas de los cafes sobre los puentes... incluso las místicas luces de las antiguas basílicas venecianas la atrapaban en su ardor.
Pero su corazón, su porfiado y decidido corazón, ansiaba su estrella. Asi que esa tarde, aunque estaba muy cansada para charlar o comentar sus planes, comenzó a volar. Dejó atrás su descanso y comenzó a levantar el vuelo, subiendo más y más, superando la distancia hacia su amado.
Desde ese momento, cada noche recomenzaba el mismo mágico ritual. Cuando tods iban a dormr, Clarisse despertaba de sus sueños de estrellas y desplegaba sus alas para volar y volar. Pero cada manecer la encontraba fatigada, agotada del esfuerzo y temblorosa por el frio gélido que le cubría el cuerpecito. Profundamente apenada por el intento frustrado de esa noche y de las anteriores, regresaba a casa con una sensación dulcemente melancólica.
Pero así, noche tras noche, intento tras intento, Clarisse se volvía un poco mas vieja. Y con la sabiduría de la madurez, se volvía un poco más observadora. Desde los puntos cada vez más altos que lograba en sus vuelos hacia su estrella, los jardines, piazzas, palazzos y cafés, las calles y macetas cuajadas de flores, se veían desde un ángulo superior, más abarcante, más esplendoroso.
Allá abajo, quedaban las pequeñas lucesitas por las que suspiraban y revoloteaban sus amigas, primas y hermanas. Y descubrió cosas que ella sni siquiera sospechaban. Más alla de los encantos de la vieja Venecia, éstaban las puntas blancas y brillantes de los Alpes, los valles floridos de las montañas, los rios alegres y cantarinos, los valles de aromas arrebatadores y el mar... el mar inmenso y colosal le esperaba mucho más allá.
Y sobre todo ese paisaje que le quitaba el aliento, las nubes. Nubes grandes y blancas, nibes gráciles y rasjadas por los vientos. Y sobre esas nbes tan delicadas y hermosas, estaban las estrellas. Un cielo enorme, inabarcable, poblado por constelñaciones de estrellas, todas distintas y luminosos. Y entre todas, ella, su estrella amada.
Clarisse comenzó a comprender la belleza particular de su estrella y a amarla más. Mucho más. Ese amor creciente, alucnante, se alimentaba también por los nuevos horizontes y cosas que entendía y alegraba a la curiosa mariposa. Gracias a su estrella inalcanzable, Clarise conocía, se gozaba y amaba mucho más que sus amigas, primas y hermanas. “¡Gracias, mil gracias querida estella!”, murmuraba sonriendo mientras se dejaba llevar por los vientos revoltosos de las praderas de los Alpes.
La mariposa ignorada por sus pares, cada día se volvía más rica y alegre, inmensa en su interior. Ninguna mariposa antes que ella, habpia llegado tan alto ni se había hecho tan grande. De hecho, un día que regresó a la hermosa Venecia de aires ocres, se enteró que todas las mariposas que concía ya habían muerto en las llamas de sus amores, quemadas por velas y faroles. Ninguna sobrevivió ni permaneció hermosa, libre de las quemaduras de los amores fáciles.
Nuestra mariposa, aunque jamás consiguió llegar a su estrella, vivió muchos años más. Los vivió plenos, ricos, espectaculares. Cada noche vivió paisajes nuevos y cada sueño los ampliaba más y más. Y cuando se encontraba con una mariposa joven, que recién se acercaba a los misterios del amor verdadero, Clarisse, la mariposa despreciada pero radiante de amor y sabiduría, le cantaba sobre amores imposibles que traen las alegrías y beneficios que no pueden aquellos que están al alcance de las manos.

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